miércoles, 23 de febrero de 2011

Versus

Estoy totalmente en desacuerdo con las personas que consideran que las peleas son inútiles. Uno se fortalece, aprende a defender sus pensamientos y a confrontar con el otro. También, si la en la discusión participan personas medianamente abiertas, uno absorbe cosas del otro, se nutre, se riega de otros puntos de vista que, de a poco, nos van haciendo como persona. Sin embargo, y lamentablemente, luego de que Adán mordió la manzana, además de muchas enfermedades y desgracias, al mundo llegó algo llamado orgullo. Destructivo, negativo por donde se lo vea. Y, penosamente, tengo que decir que mi papá es de los seres más orgullosos del mundo. Parte de su orgullo lo heredé yo.

Nuestras discusiones son una pérdida de tiempo. Yo estoy convencida de que tengo razón, y él también. Yo analizo mis respuestas para callarlo, para demostrarle que estoy segura de lo que digo, para que vea que no soy una chiquita, para que entienda que ya hay cosas mías que él no puede controlar. Él responde con calma, tranquilo, y pensando. Nunca escuchando lo que digo, aunque él me acusa a mí de eso y de que siempre estoy con la cabeza en qué voy a contestar y no en lo que él me critica. Con el tiempo, después de muchas discusiones, entendí el método de discusión de mi papá. Cuando se queda sin argumentos, empieza a decir cosas como "si no entendés esto, vas a tener que empezar a salir menos" o "vamos a tener que cambiar un par de cosas" o "las cosas que hacés no van acordes a la madurez que mostrás". Se agarra de las cosas mías que de él dependen. Mis salidas, mis libertades, etc. 

No hay cosa que me de tanta bronca como eso. Es evidente que no tiene más que decir, y se aferra de lo único con lo que sabe; me puede callar. Puede parecerles poco noble de mi parte que me calle la boca "porque me conviene", pero al fin y al cabo; así se hace a la convivencia. Confrontar hasta que las prioridades estén en verdadero riesgo.

Juro que, en este momento, deseo dejar de ser una adulescente, pasar a ser adulta, tener mis 18 años y poder hacer lo que se me cante la uña del dedo gordo del pie. Ahí, seguramente, empiece con el "en mi casa se hace lo que yo digo". Y ahí es cuando cazo bolsos, un par de monedas para el bondi, me calzo bien mi orgullo; y me voy para donde me lleve el viento.

martes, 1 de febrero de 2011

Etiquetas

Desde que tengo memoria las etiquetas me generaron un malestar. Sobretodo en el jardín y en la primaria, los rótulos que me pusieran mis simpáticos compañeritos eran causa suficiente para no querer volver al colegio al día siguiente, y que mi mamá me mintiera para consolarme. Cuando terminé séptimo grado, creía que al entrar al mundo de los adolescentes eso no pasaría jamás. Sin embargo, fue peor. Ibas caminando con una etiqueta en la frente sin saberlo. Ya nadie te decía "gorda" o "fea", si no que lo hablaban entre ellos. Aprendí que había etiquetas mucho peores que la de "nerd". Pero nunca pensé que en mi propia casa me podían doler los rótulos, la necesidad de encasillar al otro en algún lugar.

Hace exactamente un mes cumplí diecisiete años. Yo me siento la misma que hace cinco y eso no me duele. Pero ayer tuve una conversación con mis papás, esa conversación que se supone que algún día llega, esa a la que muchos temen. Me exigieron madurez, responsabilidad y adultez. Me dijeron que ya no soy una nena, que tengo que crecer, que no puedo seguir con los mismos berrinches, esos que me caracterizan. Después de gritarles que no voy a ser de una u otra forma porque ellos me lo digan, que me acepten como soy, que no se olviden que ellos también pasaron por mi momento, me fui a llorar a mi cuarto.

Descubrí que tengo miedo de crecer, que la palabra "adulta" me queda gigante y ya dentro de un tiempo debería quedarme pintada. Que el camino de crecer no es tan fácil como uno piensa y lo que más me duele de todo: el tiempo pasa y no espera. Es uno el que tiene que seguirle el paso y curtirse con él. 

Entre tanta etiqueta, me quise poner la mía. Capaz no corresponde que sea más adolescente, pero adulta es una palabra que la siento lejos. Soy adulescente. Lo asumo, lo sobrellevo, lo acepto. Caminaré este camino y capaz, algún día, ojalá no muy lejano, los amantes de las etiquetas puedan correctamente decirme "adulta". Por ahora, invento palabras. Una picardía que al no ser adulta y sí ser adulescente tengo permitida.